A unitarios y federales no los separa
una polémica teórica por centralismo o descentralismo. Fue una división
profunda: dos concepciones antagónicas de la realidad argentina, dos maneras
opuestas de sentir la patria. Civilización y Barbarie, dice Sarmiento
errónea pero elocuentemente. Los civilizados admiraban e imitaban a Europa y
servían sus propósitos dominadores; los bárbaros descreían de las intenciones
de los europeos y defendían obstinadamente a la Argentina. La patria
de los unitarios no estuvo en la tierra, ni en la historia, ni en los hombres;
era la Libertad,
la Humanidad,
la Constitución,
la Civilización:
valores universales. Libertad para pocos, humanidad que no se extendía a los
enemigos, constitución destinada a no regir nunca, civilización foránea La
patria compatible con el dominio extranjero que encontramos en todas las
colonias.
Federal en el habla del pueblo, equivalía a argentino. El
grito ¡Viva la Santa
Federación! significaba vivar a la Confederación Argentina.
La patria era la tierra, los hombres que en ella habitaban, su pasado y su
futuro: un sentimiento que no se razonaba, pero por el cual se vivía y se
moría. Defender la patria de las apetencias extranjeras era defenderse a si
mismo y a los suyos: conseguir y mantener un bienestar del que están despojados
los pueblos sometidos.
Comprender es amar; incomprender es odiar.
Unitarios y federales separados tan profundamente formaron dos Argentinas
opuestas y enemigas. De allí el drama argentino. Una minoría por el número,
pero capacitada por su posición económica y social, una oligarquía en términos políticos
formó el partido unitario. La mayoría popular, el federal. No hubo, en este
último, clase dirigente que pudiera tomar los destinos de la patria. Faltaba el
ingrediente primario; el patriotismo, para construir la Gran Nación por los
unitarios. Faltaba la capacidad técnica para formar un elenco, a los federales.
Pero desde 1835 la Confederación Argentina
toma aspecto y conciencia de Nación. Las Provincias Unidas de 1816 o la República de Rivadavia
en 1826 haba sido un caos de guerras internas, ensayos constitucionales,
fracasos exteriores, sometimiento económico, pobreza interior, que llevaron a
la disgregación de la patria de 1810. En 1831 las trece provincias que agrupa
Rosas en el pacto Federal dejan el instrumento de la nacionalidad; desde 1835,
la férrea mano del Restaurador construye la nación, paso a paso, lentamente,
llevándose por delante los intereses internos y los apetitos exteriores.
Obra personal, es
cierto, porque sino había un Gran Pueblo y un Gran Jefe, y se carecía de un
conjunto de hombres capaces, consagrados y plenamente identificados con su
patria para formar un equipo homogéneo. La verdad es que la poderosa personalidad
del Restaurador y su enorme capacidad de trabajo eran toda la administración en
la Argentina
de 1835 a
1852.
Un gran pueblo y un gran jefe no bastan
para consolidar una gran política. Pero Rosas no podía sacar de la nada una
clase dirigente con sentido patriótico. Por eso fue derrotado.
Por la Confederación Argentina,
por el pueblo federal, por el sistema americano, jugó Rosas su fama, fortuna y
honra, aun sabiendo que habría de perderlas. Las perdió, como necesariamente
tenía que ocurrir. “Creo haber llenado mi deber” escribió la tarde de Caseros
con absoluta tranquilidad de conciencia, si más no hemos hecho en el sostén
sagrado de nuestra independencia, es que más no hemos podido. La Argentina no pudo
cumplir su destino en 1852. Y no lo podrá mientras no eduque una clase
directora con conciencia de su posición. Los hombres providenciales serán
relámpagos en su noche.
JOSÉ MARÍA ROSA
MAESTRO DEL PENSAMIENTO NACIONAL Y POPULAR
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